jueves, 8 de enero de 2009

Cartas Selectas

A Robert Murray, S. J. (borrador)

Carta 156


Respuesta a nuevos comentarios sobre El Señor de los Anillos.


4 de noviembre de 1954

76 Sandfield Road, Headington, Oxford



Mi querido Rob:

Ha sido muy amable de tu parte escribirme tan largamente en medio, me temo, de tantas fatigas. Te respondo inmediatamente porque me siento agradecido y porque sólo las cartas a las que doy este tratamiento obtienen respuesta; y sobre todo también porque tu paquete llegó cuando había terminado todas mis tareas: el ordenamiento de todas las minutas y resoluciones de una larga y discutida reunión del College ha­bida ayer (donde no hubo nadie de mala voluntad y sólo 24 personas con la acostumbrada absurdidad humana. Me sentí más bien como el observador en un encuentro de Hobbits notables con el cometido de dar consejo al alcalde sobre la precedencia y la elección de los platos que se servirían en un banquete de la Comarca). Tengo media hora libre an­tes de ir colina abajo para una sesión que se celebrará en la secretaría del College. Ésa es la especie de frase que escribo naturalmente ....

No, «Smeagol», por supuesto, no fue plenamente considerado en un principio, pero creo que el personaje estaba implícito, y sólo necesitaba atención. En cuanto a Gandalf: por cierto, no se trata de unirme a P.H.[1] para dar voz a crítica alguna. Yo mismo podría ser mucho más destruc­tivo. Supongo que siempre hay defectos en toda obra de arte de largo alcance, y especialmente en las literarias que se fundan en un material anterior al que se le da nuevo aliento: ¡como Homero, el Beowulf, Vir­gilio o la tragedia griega o shakespeariana! En esa categoría, como cate­goría no competidora, se sitúa El Señor de los Anillos, aunque sólo se funda sobre el propio primer material del autor. Creo que el modo en que se presenta el retorno de Gandalf es un defecto, y otro crítico, tan fascinado como tú, utilizó, extrañamente, la misma expresión: «enga­ño». Eso es en parte consecuencia de las compulsiones siempre presentes de la técnica narrativa. Tiene que retornar en ese punto, y las expli­caciones de su supervivencia que se establecen de manera explícita de­ben darse allí; pero la narración urge y no puede demorarse para dar lugar a elaboradas exposiciones que impliquen el entero decorado «mi­tológico». Aun así, queda algo obstruida, aunque he cortado considera­blemente lo que G cuenta de sí. Quizá podría haber aclarado más las observaciones posteriores del Vol. II (y del Vol. III) que se refieren a Gandalf o son hechas por él, pero reduje deliberadamente todas las alu­siones a los asuntos de gran importancia a meras sugerencias, sólo per­ceptibles para los más atentos, o las mantuve como formas simbólicas sin explicación. Así, Dios y los dioses «angélicos», los Señores o los Po­deres del Oeste, sólo atisban en pasajes como la conversación que man­tiene Gandalf con Frodo: «algo más había en juego por detrás, por enci­ma de los designios del hacedor del Anillo»; o en la gracia númenóreana de Faramir en la cena.

Gandalf «murió» realmente y se transformó: pues eso me parece a mí el único engaño verdadero: representar algo que pueda llamarse «muer­te» como si nada se alterara. «Yo soy G. el Blanco, que ha vuelto de la muerte.» Probablemente, debió haberle dicho a Lengua de Serpiente: «No he pasado a través de la muerte (no "el fuego y la inundación") para intercambiar palabras torcidas con un sirviente». Y así sucesiva­mente. Podría decir mucho más, pero sólo sería para dilucidar (tediosa­mente quizás) ideas mitológicas que tengo en mente; no se desbarataría el hecho, me temo, de que el retorno de Gandalf, tal como se lo presenta en este libro, constituye un «defecto», un defecto del que tenía concien­cia; quizá no trabajé lo suficiente para corregirlo. Pero G., por supuesto, no es un ser humano (Hombre o Hobbit). No hay, claro está, nombres modernos precisos para decir lo que era. Yo aventuraría decir que era un «ángel» encarnado, estrictamente un Κγγελος:[2] es decir, junto con los otros Istari, magos, «los que saben», un emisario de los Señores del Oeste, enviado a la Tierra Media, cuando la gran crisis ocasionada por Sauron asomó por sobre el horizonte. Por «encarnados» quiero decir que estaban dotados de cuerpos físicos capaces de dolor y fatiga, que sus espíritus sufrían el temor físico y la «muerte», aunque, con el apoyo de un espíritu angélico, eran capaces de resistir largo tiempo y sólo lentamente padecían el cansancio de la preocupación y el trabajo.

Por qué adoptaron esa forma se vincula con la «mitología» de los Poderes «angélicos» del mundo de esta fábula. A esta altura de la fabulosa historia, el propósito era precisamente limitar y entorpecer su exhibición de «poder» en el plano físico y, por tanto, hacer aquello para lo cual fundamentalmente habían sido enviados: preparar, aconsejar, ins­truir, animar el corazón y la mente de los amenazados por Sauron, para oponerle resistencia con sus propias fuerzas, y no sencillamente hacerlo en su lugar. Así pues, se manifestaron como sabios «ancianos». Pero en esta «mitología» todos los poderes «angélicos» relacionados con este mundo eran capaces de múltiples grados de error y fracaso entre la ab­soluta rebelión satánica y el mal de Morgoth y su satélite Sauron, y la indolencia de algunos otros poderes superiores o «dioses». Los «ma­gos» no estaban exentos de ello; en verdad, como seres encarnados, eran más proclives a extraviarse o errar. Sólo Gandalf pasa plenamente las pruebas, en el plano moral al menos (comete errores de juicio). Porque en su condición era para él un sacrificio perecer en el Puente en defensa de sus compañeros, menos quizá que para un Hombre o un Hobbit mortal, pues él tenía un poder interior mucho más grande que el de ellos; pero también más, pues se humillaba abnegadamente de confor­midad con «las Reglas»: pues por lo que sabía en aquel momento, era la única persona que podía dirigir la resistencia contra Sauron con buen éxito, y toda su misión resultaba vana. Devolvía el mando a la Autori­dad que establecía las Reglas y abandonaba las esperanzas personales de triunfo.

Eso, diría yo, es lo que la Autoridad deseaba para neutralizar a Sau­ron. Los «magos», en cuanto tales, habían fracasado; o, si gustas: la cri­sis se había vuelto demasiado grave y estaba necesitada de un incremen­to de poder. De modo que Gandalf se sacrificó, fue aceptado, fue fortalecido y retornó. «Sí, ése era el nombre. Yo era Gandalf.» Por su­puesto, su personalidad e idiosincrasia siguen siendo las mismas, pero tanto su sabiduría como su poder son mucho mayores. Cuando habla, exige atención; el viejo Gandalf no podría haber tratado del mismo modo con Théoden ni con Saruman. Tiene todavía la obligación de ocultar su poder y de enseñar antes que forzar o dominar las volunta­des, pero donde los poderes físicos del Enemigo son demasiado para que la buena voluntad de los oponentes resulte eficaz, puede, en una emergencia, actuar como un «ángel», no más violentamente que la libe­ración de san Pedro de la prisión. Rara vez lo hace, operando más bien a través de los demás, pero en uno o dos casos en la Guerra (Vol. III) re­vela un súbito poder: en dos ocasiones rescata a Faramir. Sólo él queda para prohibir la entrada del Señor de Nazgûl a Minas Tirith, cuando la Ciudad ha sido arrasada y las Puertas destruidas; sin embargo, tan po­deroso es el reguero de resistencia humana que él mismo ha alentado y organizado, que, de hecho, no se produce guerra alguna: pasa a otras manos mortales. Al final, en el momento de partir para siempre, se re­sume así a sí mismo: «Fui el enemigo de Sauron». Podría haber añadido: «Con ese fin fui enviado a la Tierra Media». Pero de ese modo al final habría revelado más que al principio. Fue enviado por un mero plan prudente de los Valar o gobernadores angélicos, pero la Autoridad se ha hecho cargo de ese plan y lo ha ampliado en el momento de su fracaso. «Desnudo fui enviado de nuevo por un breve tiempo hasta que mi tarea estuviera cumplida.» ¿Enviado por quién y desde dónde? No por los «dioses», cuyo cometido responde sólo al mundo encarnado y a su tiempo pues él salió «fuera del pensamiento y el tiempo». Desnudo, ¡ay!, no queda claro. Significaba literalmente «sin ropas como un niño» (no desencarnado) y, por tanto, listo para recibir el blanco atuendo de los más altos. El poder de Galadriel no es divino, y su curación en Ló­rien no significa más que la curación y la renovación físicas.

Pero si es «engaño» tratar a la «muerte» como si ésta no constituyera diferencia alguna, la encarnación no debe ignorarse. Quizás el poder de Gandalf pueda acrecentarse (es decir, en las formas de esta fábula, en santidad), pero si aún encarnado debe sufrir el cuidado y la ansiedad, y las necesidades de la carne. No tiene más (si no menos) certidumbres o libertades que un teólogo, por ejemplo. De cualquier manera, ninguno de mis personajes «angélicos» se representan como si conocieran el fu­turo cabalmente, o, a decir verdad, no lo conocen en absoluto cuando están implicadas otras voluntades. De ahí su constante tentación de ha­cer o intentar hacer lo que para ellos está mal (y es desastroso): forzar las voluntades menores mediante el poder, por venerable temor si no por verdadero miedo o sometimiento físico. Pero la naturaleza del co­nocimiento que tienen los hombres de la historia del Mundo y su parti­cipación en su hechura (antes de que se encarnara o se hiciera «real») -de ahí obtenían el poco conocimiento del futuro que tenían- forma parte de la mitología general. Con ello se representa al menos que la in­tervención de los Elfos y de los Hombres en esa historia no les corres­pondía en absoluto y quedaba reservada: de ahí que se los llamara los Hijos de Dios; y por eso los dioses los amaban (u odiaban) especial­mente, pues tenían una relación con el Creador igual a la suya propia, aunque de diferente estatura. Ésta es la situación mitológica-teológica en este momento de la Historia, que se ha explicado, pero que no se ha publicado todavía.

Los Hombres han «caído» -cualesquiera leyendas enunciadas en forma de supuesta historia antigua de este nuestro mundo concreto debe aceptar eso-, pero los pueblos del Oeste, el lado bueno, están Re­formados. Es decir, son los descendientes de los Hombres que intenta­ron arrepentirse y se marcharon hacia el Oeste para huir del dominio del Señor Oscuro Primordial y de su falsa idolatría, y, a diferencia de los titos, renovaron (y ampliaron) su conocimiento de la verdad y la natu­raleza del Mundo. De ese modo, escaparon de la «religión» en sentido Pagano hacia un puro mundo monoteísta, en el que todas las cosas y los seres y los poderes que podrían parecer venerables no fueron venera­dos, ni siquiera los dioses (los Valar), pues eran sólo criaturas del Único. Y Él era inmensamente remoto.

Los Altos Elfos eran los exiliados del Reino Bendecido de los Dioses (después de su particular caída élfica propia) y no tenían «religión» (o prácticas religiosas, más bien), pues habían estado en manos de los dio­ses, que alababan y adoraban a Eru «el Único», Ilúvatar el Padre de Todos en el Monte de Aman.

La más alta clase de Hombres, los de las Tres Casas, que ayudaron a los Elfos en la Guerra Primordial contra el Señor Oscuro, fueron re­compensados con el don de la Tierra de la Estrella o Oesternesse (= Númenor), que estaba más al oeste que cualquier otra tierra mortal y casi a la vista del Hogar de los Elfos (Eldamar) en las costas del Reino Bendecido. Allí se convirtieron en los Númenóreanos, los Reyes de los Hombres. Se les dio el triple de extensión de vida, pero no la «inmor­talidad» élfica (que no es eterna, sino que se mide de acuerdo con la du­ración del tiempo en la Tierra); porque según el punto de vista de esta mitología, la «mortalidad», o una breve extensión de vida, y la «inmor­talidad», o una extensión de vida indefinida, eran parte de lo que po­dríamos llamar la naturaleza biológica y espiritual de los Hijos de Dios, los Hombres y los Elfos (los primogénitos), respectivamente, que no podía ser alterada por nadie (ni siquiera por un Poder o dios); y el Único no la alteraba tampoco, salvo quizá por una de esas extrañas excepcio­nes a todas las reglas y ordenanzas que parecen darse en la historia del Universo y manifiestan el Dedo de Dios, como la única Voluntad y Agente enteramente libre.[3]

De este modo, los Númenóreanos iniciaron como monoteístas un gran nuevo bien; pero como los judíos (sólo que de manera más pro­nunciada) con un único centro físico de «veneración»: la cumbre de la montaña de Meneltarma, el «Pilar del Cielo» -literalmente, pues no concebían el cielo como una divina residencia-, en el centro de Núme­nor; pero no contaba como edificio ni templo, pues todas esas cosas te­nían asociaciones negativas. Pero «cayeron» otra vez por causa de una prohibición, de manera inevitable. Se les prohibió navegar hacia el oeste más allá de su propia tierra porque no se les permitía ser o tratar de ser «inmortales»; y en este mito el Reino Bendecido se representa con una existencia física concreta como región del mundo real, a la que podrían haber llegado por barco, pues eran grandes marineros. Mientras fueron obedientes, los visitaba con frecuencia gente del Reino Bendecido, de modo que su conocimiento y su arte alcanzaron dimensiones casi élficas.

Pero la proximidad del Reino Bendecido, la larga extensión misma de su vida concebida como recompensa y el incrementado deleite de su existencia fueron causa de que empezaran a anhelar la «inmortalidad». No quebrantaron la prohibición, pero la aceptaron de mala gana. Y, forzados hacia el este, convirtieron la beneficencia con que se acompa­ñaban sus apariciones en las costas de la Tierra Media en orgullo, deseo de poder y de riqueza. Así, entraron en conflicto con Sauron, el teniente del Señor Oscuro Primordial, que había recaído en el mal y reclamaba tanto el reinado como la divinidad entre los Hombres de la Tierra Me­dia. Fue por la cuestión del reinado que Ar-pharazôn, el decimoterce­ro[4] y más poderoso Rey de Númenor, lo desafió fundamentalmente. Su armada, que hizo puerto en Umbar, era tan gigantesca y tan terribles y resplandecientes los Númenóreanos en ella, que los servidores de Sau­ron lo abandonaron.

De modo que Sauron recurrió a la astucia. Se sometió y fue llevado a Númenor como prisionero, convertido en rehén. Pero era, por supues­to, una persona «divina» (en los términos de esta mitología: un miem­bro menor de la raza de los Valar) y, con mucho, demasiado poderoso para poder ser controlado de esta manera. Poco a poco tuvo a Ar-Pha­razôn bajo su propio control y corrompió en la ocasión a muchos Nú­menóreanos, destruyó la concepción que tenían de Eru, representado ahora como mera invención de los Valar o Señores del Oeste (una san­ción ficticia a la que apelaban si alguno cuestionaba sus dictámenes), y reemplazaron su culto por una religión satanista con un vasto templo donde se veneraba al desposeído y mayor de los Valar (el rebelde Señor Oscuro de la Primera Edad).[5] Finalmente induce a Ar-Pharazón, ame­drentado por la aproximación de la vejez, a organizar la más grande de las armadas y llevar la guerra al mismo Reino Bendecido y coger con sus propias manos la «inmortalidad».[6]

Los Valar, en realidad, no tenían una verdadera respuesta para esta monstruosa rebelión, pues los Hijos de Dios, en última instancia, no es­taban bajo su jurisdicción: no les estaba permitido destruirlos o repri­mirlos mediante alguna exhibición «divina» de los poderes que tenían sobre el mundo físico. Apelaron a Dios, y tuvo lugar un catastrófico «cambio de plan». En el momento en que Ar-Pharazôn puso el pie en la costa prohibida, se abrió una grieta: Númenor se desplomó y quedó completamente destruida; la armada fue tragada y el Reino Bendecido quedó apartado para siempre de los círculos del mundo físico. En ade­lante se pudo navegar alrededor del mundo sin encontrarlo nunca.

Así terminó Númenor-Atlantis y toda su gloria. Pero en una especie de situación semejante a la de Noé, el pequeño grupo de los Fieles en Númenor, que se habían negado a formar parte de la rebelión (aunque muchos de ellos habían sido sacrificados en el Templo por los sauronianos) escapó en Nueve Barcas (Vol. 1,502; II, 275) bajo la conducción de Elendil (= Ælfwine, Amigo de los Elfos) y sus hijos Isildur y Anárion, y estableció una especie de recuerdo reducido de Númenor en el Exilio en las costas de la Tierra Media, heredando el odio de Sauron, la amistad de los Elfos, el conocimiento del Verdadero Dios y (menos felizmente) el anhelo de la longevidad, la costumbre del embalsamamiento y la edifi­cación de magníficas tumbas, sus únicos objetos «consagrados» o casi. Pero el sitio «consagrado» de Dios y la Montaña habían desaparecido, y no hubo un verdadero sustituto. Además, cuando los «Reyes» llegaron a su fin, no hubo equivalente a un «sacerdocio», pues ambas cosas eran idénticas, según las ideas númenóreanas. De modo que aunque Dios (Eru) era el fundamento de la buena[7] filosofía númenóreana y un hecho básico para su concepción de la historia, en la época de la Guerra del Anillo no tenía sitio consagrado donde se lo venerara. Y esa especie de verdad negativa era característica del Oeste y toda la zona bajo influen­cia númenóreana: la negación de la veneración de toda «criatura», y, sobre todo, de un «Señor oscuro» o demonio satánico, Sauron o cualquier otro; eso fue casi tan lejos como llegaron. No tenían (imagino) oracio­nes de petición a Dios, pero preservaron un vestigio de la acción de gracias. (Los que estaban bajo una influencia élfica específica invocaban a los poderes angélicos para obtener ayuda ante un peligro inmediato o por miedo a un enemigo maligno.)[8] Más tarde parece que hubo un lugar «consagrado» en Mindolluin al que sólo el Rey tenía acceso, en el que antiguamente había ofrecido acciones de gracias y alabanzas en nombre de su pueblo, pero había sido olvidado. Aragorn volvió a entrar en él y encontró un vástago del Árbol Blanco y lo replantó en el Patio de la Fuente. Es de suponer que con el resurgimiento del linaje de los reyes-sacerdotes (de los que Lúthien, la Doncella-Elfo bendita, era antepasa­da) la veneración de Dios se renovaría y Su Nombre (o título) se oiría con mayor frecuencia. No obstante, no habría templo consagrado al Verdadero Dios mientras durara la influencia númenóreana.

Pero estaban viviendo todavía en las fronteras del mito; o, más bien, este cuento muestra cómo el «mito» se convierte en Historia o el Do­minio de los Hombres; porque, por supuesto, la Sombra se erguirá otra vez en cierto sentido (como claramente lo predice Gandalf), pero nunca se encarnará otra vez un demonio maligno como enemigo físico (a no ser que advenga antes del gran Final); dirigirá a los Hombres y todas las complicaciones de los semidemonios y los buenos a medias, los cre­púsculos de la duda entre un bando y otro, las situaciones que más le complacen (ya se las puede ver surgir en la Guerra del Anillo, cuyos bandos no están tan claramente divididos como algunos críticos lo han sostenido): éstos serán y son nuestro más difícil destino. Pero si imagi­nas a la gente en semejante estado mítico, en el que el Mal está en amplia medida encarnado y en el que la resistencia física a él constituye un acto fundamental de lealtad a Dios, creo que la «buena gente» se encontraría en ese estado: concentrada en lo negativo, en la resistencia a lo falso, mientras que la «verdad» permanecería más en lo histórico y lo filosófi­co que en lo religioso.

Pero los «magos» no son en ningún sentido o grado «sombríos». No los míos. Me encuentro en la dificultad de encontrar nombres ingleses para criaturas mitológicas con otros nombres, pues la gente no «se tra­garía» una ristra de nombres élficos, y yo preferiría más bien que acep­taran mis criaturas legendarias aun con las falsas asociaciones propias de 'a «traducción» antes que no las acepten en absoluto.

Aun los dwarfs [enanos] no son realmente «dwarfs» germánicos (Zwerge, dweorgas, dvergar), y los llamo «dwarves» para señalarlo. No son naturalmente malvados, no necesariamente hostiles y no una espe­cie de pueblo larval alimentado de piedras, sino una variedad de criatura racional encarnada. Los istari se traducen como «wizards» [magos] por la conexión con wise [sabio]. Son en realidad emisarios del Verdadero Oeste y, por tanto, mediatamente, de Dios, enviados con el fin de forta­lecer la resistencia de los «buenos» cuando los Valar advierten que la sombra de Sauron está cobrando forma otra vez.

El borrador termina con una exposición sobre la naturaleza de los istari y la muerte y la reencarnación de Gandalf que se asemeja al pasaje sobre este tema de esta misma carta.


JRR Tolkien


[1] Peter Hastings; véase N° 153.

[2] Griego: «mensajero».

[3] La historia de Beren y Lúthien es la única gran excepción, pues constituye el modo por el cual lo «élfico» se entreteje con la historia humana.

[4] Véase nota 4 de la N° 131.

[5] Hay sólo un «dios»: Dios, Eru Ilúvatar. Luego están las primeras creaciones, los se­res angélicos, de los que los más comprometidos con la Cosmogonía residen (por amor y elección) en el Mundo, como Valar o dioses o gobernadores; y están las criaturas raciona­les encarnadas, los Elfos y los Hombres, de naturaleza similar, pero de diferente categoría.

[6] Esto era una ilusión, por supuesto, una mentira satánica. Porque como los emisarios de los Valar claramente le informan, el Reino Bendecido no confiere inmortalidad. La tierra está bendecida porque los Bienaventurados viven allí, no viceversa, y los Valar son inmortales por derecho y naturaleza, mientras que los Hombres son mortales igualmente Por derecho y naturaleza. Pero, engañado por Sauron, Ar-Pharazôn desecha esto como un argumento diplomático para desviar el poder del Rey de Reyes. Si estos mitos se con­sideraran enunciaciones sobre la naturaleza real del Hombre en el mundo verdadero, se los podría considerar «heréticos» o no: no lo sé. Pero la idea del mito es que la Muerte -la mera brevedad de la esperanza de vida humana- no es un castigo por la Caída, sino una parte biológicamente (y por tanto también espiritualmente, pues cuerpo y espíritu se in­tegran) inherente de la naturaleza humana. El intento de escapar de ella es malo por ser «antinatural», y necio porque la Muerte en ese sentido es el Don de Dios (envidiado por los Elfos) por el que el Hombre se libera de la fatiga del Tiempo. La Muerte, en sentido penal, se considera un cambio de actitud en relación con ella: miedo, renuencia. Un buen Númenóreano moría por libre voluntad cuando sentía que había llegado el momento de hacerlo.

[7] Había Númenóreanos malos: los sauronianos, pero éstos no intervienen en la histo­ria salvo de manera remota; como los Reyes malvados, que se habían convertido en Nazgûl o Espectros del Anillo.

[8] Los Elfos invocaban a menudo a Varda-Elbereth, la Reina del Reino Bendecido, su especial amiga; también lo hace Frodo.

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